Un fotógrafo capturó la lúgubre escena del 7 de agosto de 1930. Sabía su negocio. Le pagaban bien por captar con su cámara la muerte de un par de desdichados y comercializar la imagen como souvenir.
Al son de la mansa brisa del sur se columpiaban los cadáveres de Thomas Shipp y Abe Smith, dos negros que habían sido arrastrados, vapuleados a martillazos y linchados sin clemencia. Sus cuellos comprimidos debajo de dos grandes ramas fueron exhibidos frente a una muchedumbre de blancos apostada en Marion, Indiana. Al menos nueve de los presentes posaron ante la cámara, algunas parejas sonrieron y uno que otro señaló a los ejecutados con orgullo distendido.
Con el avinagrado titular “Bitter Fruit“, en alusión a los frutos colgantes de los árboles, la fotografía fue publicada por un periódico local y de inmediato hizo mella en un lector judío y marxista, el profesor Abel Meeropol, a quien le invadió un deseo irreductible de escribir un derivado poético.
La cosa no quedó en literatura. El episodio, uno de tantos linchamientos en Estados Unidos en aquellos años, daba para mucho más. Meeropol adaptó esos versos y los salpimentó con música lenta, mortuoria y fascinante. Acaso sin planearlo demasiado, se encontró a sí mismo acariciado por su propia creación, pieza de apenas tres estrofas y mil lamentos a la que llamó “Strange Fruit”.
Pero todavía faltaba la voz perfecta para susurrar y protestar, llorar y clamar, denunciar y recordar, vivir y morir en un mismo instante, detrás de un micrófono y sobre un escenario. Billie Holiday, una veinteañera jovial cuyo padre había muerto rechazado en la puerta de un hospital texano (para blancos) en el tope de una crisis pulmonar, fue esa voz.
“Me recuerda la muerte de papá, y seguiré cantándola no sólo porque la gente la pide, sino porque veinte años después de que falleció papá, las cosas que lo mataron todavía suceden en el sur“, escribió Billie Holiday en sus memorias Lady Sings the Blues, cuando “Strange Fruit” ya era tan suya como de Meeropol.
“Billie dio una interpretación sorprendente, dramática y tan efectiva que logró sacar a la gente de su zona de confort. Es lo que yo quería que la canción provocara… y el motivo por el cual la escribí”, admitió alguna vez Meeropol, presente en la primerísima ocasión en que Holiday, con veintitrés años, cantó sus versos en público dentro del Café Society, un tugurio subterráneo de Greenwich Village.
A partir de esa noche, entonar “Strange Fruit” fue para Billie paraíso y tormento. La inflaban las notas, la aniquilaban las letras. Reveló en su biografía: “(Luego de cantarla) Entró una mujer en el baño de damas del Downbeat Club y me encontró destruida de tanto llorar. Yo había salido corriendo del escenario con escalofríos, desdichada y feliz al mismo tiempo. Esta mujer me miró y se le humedecieron los ojos. ‘Dios mío’ –dijo– ‘en mi vida oí algo tan hermoso. En la sala podía escucharse el vuelo de una mosca‘”
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Porque escapaba a todo cliché musical, pero sobretodo, porque era en verdad el tirón más doloroso de las veladas, Holiday siempre usó “Strange Fruit” como remate de sus actuaciones y exigió que durante la pieza los meseros descansaran y las luces del lugar le iluminaran sólo los ojos. En tres minutos de fulminante delicadeza denunciaba las más de 4,000 muertes por linchamiento en la “gran América”. Y asumía el costo: varios asistentes le reprochaban marchándose antes de tiempo, mientras el resto permanecía en la sala, dejando que los ojos se les encharcaran.
“La canción me pone tan mal que me deja sin fuerzas”, admitió la mujer que hasta el último día recitó este hondo reclamo a los cientos de blancos que posaban y reían debajo de cuerpos colgados. Negros columpiándose, como Shipp y Smith, al son de la mansa brisa del sur.
Extracto del libro ©Radiolaria Vol. 1. Poros abiertos, memorias calientes y secretos detrás de cientos de canciones de Luis Carrillo, publicado por Editorial Gato Blanco. Encuéntralo aquí.